Yo también he estado un poco loca
Un día mi mundo comenzó a desmoronarse y decidí ignorarlo. Bueno ni siquiera lo llamaría decisión, lo hice sin más. Bloqueé lo que estaba sucediendo, no fui capaz de asimilar tanto cambio y tanta pérdida y me engañé tan bien que por poco desaparezco. Una vez en el metro me tropecé sin querer con mi reflejo en la puerta del vagón y no fui capaz de reconocerme. Tal cual lo cuento, no es una forma de hablar. Se supone que esa chica era yo, pero yo no era. Ese pelo, esa cara, ese gesto, esa ropa, no tenían nada que ver conmigo. Esa no soy yo -me decía con los ojos como platos y el mundo suspendido alrededor-. Me miraba como quien ve un extraterrestre, con incredulidad, con asco si me apuras. No podía ser, no era yo. Despersonalización se llama este tipo de experiencia. Y no iba fumada.
Por aquel entonces lloraba y lloraba una tristeza que «tampoco era mía». La ansiedad me estrujaba el estómago por las mañanas tan fuerte que no me daba tiempo a pensar un solo pensamiento antes de empezar a brotar las lágrimas. Lloraba mientras comía, lloraba en el autobús, lloraba en clase y en la biblioteca. Me iba a llorar a los parques y a rincones con encanto, plazas, calles, cafeterías. Al menos en ese sentido mimaba mi llorar (y me recreaba un poco también). Excepto cuando me relacionaba con alguien de mi entorno más cercano (ya que vivía aparentando que todo estaba bien) o me perdía con cualquiera que me sacase de mi mundo, se podría decir que me pasaba el día llorando. Pero yo no tenía motivos para llorar, no los encontraba. Lloro sin saber por qué, me estoy volviendo loca -pensaba continuamente-. Me estoy volviendo loca. Estuve meses llorando a diario, un día tras otro. Completamente disociada.
¿Sabes lo que ocurre en un coche cuando pisas el acelerador sin meter marcha? Así funcionaba mi mente por aquella época, súper-híper-revolucionada al margen del resto del mecanismo. Es una auténtica locura producir y tratar de atender cantidades ingentes de pensamientos por minuto. Atender y tratar de ordenar, de poner todo en su sitio, de que todo vuelva a la normalidad (esa que se desmorona implacable…) Casi cada estímulo, cada interacción con alguien, cada recuerdo desencadenaba un aluvión de pensamientos. Tanto es así, que por momentos llegaba a colapsarse y desconectarse del todo. Recuerdo como si fuera ayer una mañana en que mi cuerpo quedó catatónico. Llevaba un rato estudiando en la biblioteca de la facultad de psicología de Somosagüas y me quería levantar de la silla. Necesitaba tomar aire, salir a la calle, me estaba agobiando… pero no me movía. Y yo me repetía muévete, Paola, muévete, muévete, me quiero mover, me quiero ir. Tenía la ventana a mi derecha, podía sentir el exterior, la luz, el sol. Pero nada, no movía ni un músculo. Muchísima angustia por dentro, una estatua por fuera. Y lo peor es que de alguna manera sabía que era yo la que ordenaba quietud. Tardé un buen rato en conseguirlo o a mí se me hizo eterno, no sé, la verdad. También me ocurrió varias mañanas, parálisis del sueño lo llaman, que es como tener una pesadilla despierta. Es una experiencia horrible, cuanto más te resistes más horrible. Tu mente se despierta, abres los ojos y cuando vas a moverte encuentras que tu cuerpo está profundamente dormido, ni hablar se puede. Y lo mismo: quería moverme, iba probando a ver si respondía una mano, la garganta, una pierna, ¡algo! y nada. He de confesar que me ayudó haber visto Kill Bill y su «mueve el dedo gordo». Alguna vez me concentré mucho mucho en un dedo de la mano y decidí persistir en la orden hasta que se moviera y así conseguí despertar al cuerpo desde ahí. Pero sólo alguna vez y me llevó mi tiempo. Una puta locura todo. Hasta hace nada era una adolescente normal que disfrutaba saliendo con mis amigas, jugaba al baloncesto, sacaba buenas notas, tenía un novio con el que me llevaba genial y aunque no fuera todo perfecto ni mucho menos yo tenía sensación de normalidad, de tener las riendas, de vivir mi día a día, sin más. La verdad que ahora lo pienso y me da mucha pena darme cuenta de lo sola que viví esta etapa, esta locura que iba a más y no a menos.
A todo esto se sumó una inseguridad atroz que llegaba a límites absurdos, sobre todo si fumaba porros, que era prácticamente a diario. Tengo grabada una escena, me tenía que subir a la furgoneta de un amigo por el lado del copiloto, una furgoneta alta, y recuerdo sentirme insegura por si subía mal y se daban cuenta. Sé que no tiene sentido pero lo vivía así, yo pensaba «seguro que hay una forma correcta de subir y yo voy a poner el pie o apoyar la mano donde no se debe…» Y algo tan simple como esto me bloqueaba y me aterrorizaba. Vivía con la amenaza constante del rechazo, de la burla o del desprecio por cada palabra o gesto que salía de mí. Me cuestionaba todo el tiempo, continuamente. Antes o después se darían cuenta de que era un fraude, que no era lo que ellos pensaban, que en realidad no valía nada, que no había nada dentro de mí. Ellos eran mi familia, mis mejores amigas, mis compañeros de clase. Ellos era todo el mundo. En última instancia, ellos era yo.
Me emociona muchísimo recordar toda esa locura. Ahora puedo amar profundamente a esa Paolita tan miedosa como valiente. Me admiro, de verdad que no es fácil caminar cuando desaparece el camino, las vallas, el paisaje, tus pies te parecen de otro y el destino al que te dirigías pierde todo su atractivo o ha desaparecido y no hay nada en su lugar. La nada es jodida, y más aun si te ves sin fuerzas, sin ganas, con miedos desconocidos y la cabeza mientras tanto te juega malas pasadas. No fue fácil avanzar en la tormenta mientras me llovían las hostias por todos los frentes. Y muchísimo menos aun, asumir que la mayoría me las buscaba yo, porque esa es otra, no estaba precisamente en mi mejor versión, tomé muchas malas decisiones, mentí, robé (siempre a grandes superficies, por lo menos tenía mi ética como ladrona), permanecí cerca de quien no me quería bien y me alejé de quien sí lo hacía, me acosté con chicos sin deseo, por inercia o por no decir que no (supongo que buscando cariño también), descuidé mi salud y mi aspecto, me escondí en mi misma en lugar de pedir ayuda, etc., etc. Pero lo hice. Seguí caminando.
Al cabo de un tiempo, probablemente cuando dejé los porros, fueron desapareciendo los estados disociativos, amainaron un poco la ansiedad generalizada y la tristeza constante y empecé a alternar con periodos un poquito demasiado eufóricos, hipomaniacos si nos ponemos técnicos. Supongo que será un mecanismo de compensación de la mente, tanto tiempo bajo tierra te lleva a la luna a la que tiene ocasión. La putada es que cuando creía que ya había pasado todo y que además era super sabia y la ostia en verso porque había aprendido muchísimo y tenía las claves de la vida, entonces, venía el bajón. Y la ostia era terrible. Volver a conectar con las inseguridades, la tristeza, el vacío interior, el sinsentido de la vida, etc., es desesperante. Muy desesperanzador. La sensación de que había algo roto en mí, que nunca iba a salir. Que no tenía ganas ni fuerzas ni encontraba sentido al mundo. No andaba desencaminado el psiquiatra que visité en un momento de lucidez cuando me sugirió que podía tratarse de ciclotimia lo que me pasaba, que para quien no lo sepa es como un trastorno bipolar o maniaco-depresivo, pero leve. También barajó la posibilidad de un trastorno límite de la personalidad… unas etiquetas preciosas y que la dejan a una muy tranquila. No, ahora en serio, las etiquetas acojonan, pero cierto es que me han dado una guía y que la verdad es que he vivido años de subidas y bajadas emocionales y tenía rasgos del trastorno límite (yo creo que ya menos) y darme cuenta me ha ayudado a conocerme y regularme. Y dar con buenos terapeutas me ha ayudado, entre otras muchas cosas, a aceptarlo. A aceptarme.
En fin, me podría extender en síntomas que he ido teniendo como que se me caiga el pelo a cachos dejando calvas del tamaño de monedas de entre 10 céntimos y dos euros; relaciones en las que me he metido con personas mucho más perdidas que yo; los bandazos que he ido dando a lo largo de casi veinte años… y también podría contar cómo poco a poco fui encontrando el camino de vuelta a la bendita normalidad, cómo siempre o casi siempre tuve al menos un cable que me conectaba a tierra, qué conductas, qué terapeutas y terapias, qué libros, que actividades, qué vivencias e incluso qué bailes me han ayudado llegar sana y salva al momento más dulce sin duda de mi vida adulta, pero eso es otra historia.
Aquí lo dejo.
Si comparto pinceladas o brochazos de mi locura es por que igual hay alguien perdido/a que por algún casual da con esta página. Por si se puede reconocer en algo, que no se sienta solo o sola, que no desespere, que se quiera mucho, que pida ayuda, toda la que haga falta, que se puede estar mejor, mucho mejor. Que somos muchos y muchas las que perdemos la cabeza en algún momento de nuestra vida, que puede durar unas horas como un mal viaje o hasta meses años y décadas, pero no siempre lo contamos. Y contarlo ayuda.